viernes, 26 de abril de 2013

Cuarta y última victoria (la mía)

Hoy, 26 de abril de 2013, han pasado horas, días, semanas, meses, años desde aquella primera puñalada de hielo que me atravesó el pecho y todavía la siento como si siguiera clavada aquí dentro. Es una sensación desagradable. Hace tiempo que no río, que no sonrío, que odio los días soleados. Quizá es porque lo que va más a juego conmigo en este momento son los días grises, porque me gusta llorar a la vez que las nubes y así no me siento tan sola, porque me gusta sentir que mi corazón está tan congelado como el viento que me remueve el pelo por la calle y me pone la carne de gallina. Ah, cómo me gustaría volver a la feliz época en la que todavía no sabía nada y era ingenua e ignorante del mundo. Pero ya no se puede. Solo quedan dos opciones, seguir o dejarlo. Y no es culpa de nadie, sino de todos en general. La gente, la sociedad... la vida en sí misma me ha pervertido, me ha destrozado, me ha convertido en un fantasma que se pasea por los autobuses portando un aura de desgracia y pesadumbre, con los ojos hundidos, la cara pálida, los huesos marcados y hastiado de la vida. Maldita puta. Qué irónico que sea la vida misma la que me está quitando la vida. Ahora que he caído en algo de lo que no puedo salir yo sola me pregunto quién será capaz de ayudarme, y como respuesta a esa pregunta solo puedo pensar en pastillas, cuchillas, cuerdas o una pistola. Yo. A mis 18 años. Qué triste. Igual que mi vida. Me siento tan abandonada, tan sola y cansada que creo que la balanza de mi mente empieza a inclinarse hacia el lado de los malos momentos. No sé qué me pasa. Necesito ayuda y nadie puede dármela. Y quien pueda hacerlo acabará traicionándome también. No hay escapatoria. Pero por primera vez en mucho tiempo empiezo a ver algo por el lado positivo: igual cuando no respire estoy más bonita.

No hay comentarios:

Publicar un comentario